La escritura de la imagen
La imagen contemporánea, ya queda dicho, ha perdido la autosuficiencia significante; no opera, pues, en circuito cerrado: siempre tiene un fuera de sí que la argumenta, redobla o discute. Ese otro de la imagen consiste a menudo en conceptos, discursos o textos, que plantean problemas paralelos, integrables, en parte, a la propuesta de la obra; cuestión de fronteras, siempre. Quizá por eso, a la hora de comentar la obra de Carlos Bittar resulte pertinente no solo considerar sus fotografías, sino también leer sus apuntes: aunque ellas enriquecen indudablemente la lectura de sus imágenes: las dotan de espesores y de sombras que nunca son indispensables, pero que, una vez dadas, las vuelven más complejas. O, al menos, las desplazan del ámbito puramente visual haciéndolas vacilar en los límites del verbo.
Bittar trabaja desde la posición andante de un flâneur: deambula por la ciudad exponiéndose a sus acontecimientos. Su curiosidad lo lleva a pulsar los puntos más críticos, pero también más sensibles y expresivos de la ciudad. Sabe que no puede acceder a ellos directamente y recurre a eficaces rodeos retóricos, a miradas soslayadas, desviadas por luces crudas y pasos rápidos. En sus recorridos aleatorios registra —en clave de crónica, de inventario, de inscripción ensayística— situaciones y personajes, no tanto marcados por lo insólito o lo sorprendente, sino señalados por las repercusiones de su experiencia personal con un lugar que se ha devenido familiar por lo muy frecuentado. Esta perspectiva otorga un tono especial a las fotografías de Bittar.
Carlos Bittar se acerca a Ciudad del Este comenzando con la figura del resto: los árboles que, devastados en las inmediaciones urbanas, solo sobreviven en las plazas “Es el trópico que no perdona”, plazas invadidas, a su vez, por vendedores informales y, por ende, por desperdicios variados. A partir de entonces, la naturaleza se retira. Y aparece la ciudad caótica, al margen de todo proyecto de planificación urbana, ordenada solo por el diseño, constructivista casi, que, cruzados en diagonal por los cables del tendido eléctrico, trazan las cajas de las mercaderías, los puntales de las casetas y los bastidores de los letreros. Aparece el armazón furtivo del reino de la mercancía: un esqueleto de maderamen sucio y metales herrumbrados que sostiene vitrinas deslumbrantes, carteles y puestos de kioscos atestados de mercaderías de todos los precios, orígenes y calidades. “Ciudad del Este es el consumo posible… es la economía del mercado alimentada por esteroides”, escribe Bittar y agrega: “La ciudad fronteriza es el relejo de nuestra imposibilidad de generar ningún tipo de alternativa, como especie, al consumo que nos ofrece la economía global”.
Una vez internado en la ciudad, hasta el fondo, hasta el límite marcado por el puente, Bittar, provisto de una cámara digital amateur, pasea la mirada por sus calles y la detiene en los vendedores informales de CDs, en algunos de los diez mil brasileros que cruzan diariamente el puente, en los resguardados autoservicios, que así se llaman las grandes tiendas “nunca me sentí tan vigilado como en las grandes tiendas”, en los inmigrantes e indígenas, en los transportadores de bultos que cargan “como hormigas, mochillas cúbicas, […] prismas perfectos, cuidadosamente embalados con hule”, embalajes protegidos para sortear las aduanas flotando sobre el río Paraná, bogando hasta la otra orilla.
Pero esas miradas no son descalificatorias: Bittar se limita a registrar lo que ocurre en un escenario encarado con crudeza, pero también con cierta complicidad a la que empujan sus afectos. O, aun, con el respeto que produce la secreta admiración motivada por el asombro ante un mundo demasiado intenso, ante personajes que se ingenian para sobrevivir en el límite (o a través de él). Un escenario maldito; ensalzado por afanes trenzados.
Ticio Escobar mayo, 2010
Autorretrato y reflejo en el parabrisas de un auto, Ciudad del Este, julio 2006 |