El abuelo Ramón
Mi abuelo Ramón vivía en uno de los pisos de estacionamiento del shopping donde trabajaba, en un departamento de unos dieciséis metros cuadrados. Cuando íbamos de visita nos prestaba ese espacio, que estaba amoblado con una cama grande, una tele vieja, un placar de madera y una heladera chiquita que siempre tenía yogur brasilero. Había también algunos objetos decorativos y muchos relojes, todos funcionaban. No había fotos ni diplomas; nada en el cuarto decía mucho del abuelo. Su ambiente era tan misterioso como él.
Hacerle preguntas tampoco ayudaba a conocer a Don Ramón. Al menos conmigo, él solo hablaba de tres temas: del clima, de fútbol y de cualquiera fuera el último escándalo en Ciudad del Este. Las pocas conversaciones que tuve con él fueron por teléfono, porque cuando lo visitábamos siempre estaba muy ocupado: hasta las tres de la tarde por trabajo y después con el noticiero y los partidos de fútbol en la tele. Con mis preguntas logré descubrir que la liga inglesa era su preferida y que para él el mejor jugador de todos los tiempos había sido Platini. Por el entusiasmo con que contaba las historias de asaltos y colapsos financieros en la región, deduje que era un aficionado a la economía y que —por proximidad geográfica— se sentía protagonista de los eventos policiales que narraba.
Nada de eso me interesaba mucho a mí. Yo quería saber cómo había sido crecer en una familia conformada por un padre inmigrante de Siria, una madre villetana, dos hermanas y cuatro hermanos. Me daban curiosidad sus recuerdos de la revolución del cuarenta y siete, en la que había muerto uno de sus hermanos, o la historia de sus otros hermanos, que también habían perecido en circunstancias trágicas. Por la tía Prola, la única hermana suya que conocí, supe que habían crecido en una casa llena de mercaderías, en la que estaba permitido solamente hablar castellano. Sus vecinos eran paisanos, que también eran comerciantes. Aprovechando su gusto por la charla, varias veces intenté indagar en la historia familiar, pero -tal cual el hermano- la tía Prola siempre cambiaba el tema cuando le hacía retroceder en el tiempo.
Aún menos me habría animado a preguntarle al abuelo cómo había conocido a la abuela y por qué había salido de la casa cuando su hijo y su hija no habían ni llegado a la adolescencia. Después de todo, había hecho varios emprendimientos en Asunción: manejó un transporte escolar, fue mánager de conjuntos musicales e importador de juguetes y formó un grupo de hinchas del club Olimpia. Sin embargo, allá fue a Ciudad del Este. «por trabajo». Esta explicación, claro está, no me convenció nunca: bastaba verlo moverse por la ciudad para darse cuenta de que –además de su trabajo- ahí estaba su comunidad: todo el mundo lo conocía y, al mismo tiempo, disfrutaba de la anonimidad que le ofrecía su calidad de inmigrante. Sospecho que también que convivir con paisanos de Oriente Medio recién llegados le traía recuerdos de su padre sirio y de una infancia marcada por la urgencia de asimilarse.
Si bien muchas incógnitas de la familia perduran, los textos y fotos de este libro me ayudan a conocer a mi abuelo y a entender, o quizá tan solo a imaginar, por qué hizo de Ciudad del Este su lugar en el mundo.
Josefina Bittar Prieto junio, 2022
Jere, Juana y Josefina en la garganta del diablo, cataratas del Iguazú. ca. 1992 |